domingo, 21 de octubre de 2012

Segundo clasificado del concurso de relatos Zombie


"IMPRESCINDIBLE ETIQUETA"
POR DANIEL GUTIÉRREZ


El Blood Meet, se encontraba en uno de los barrios más exclusivos de la ciudad. Era un nuevo concepto de cocina que estaba arrasando en todas partes del mundo, y era prácticamente imposible conseguir mesa, a no ser que fueras alguien influyente.
Samuel lo consiguió. Después de decenas de llamadas, de recomendaciones, y de algún que otro regalo a la persona adecuada, logró reservar una mesa para él, su novia, y su mejor amigo. Los dos le felicitaron cuando se enteraron de la excelente noticia.
Ahora se encontraban de pie, en la acera, esperando pacientemente en la inmensa cola de zombis que salía desde el interior del local, y que daba la vuelta a la manzana en una aberrante procesión de lamentos, llagas, y pústulas.
–No te imaginas las ganas que tengo de comer ahí –dijo su novia mirando el restaurante mientras se relamía intentado refrenar un ataque de ira.
Un reguero de babas escapó por la comisura de sus labios, mezclado con un amarillento liquido maloliente. Samuel se acercó a ella, y pasó su lengua por el chorro de saliva y pus. Lo tragó con placer, para después besarla en sus inflamados y morados labios.
–Enseguida entramos, no te pongas nerviosa. Yo también tengo ganas. Empiezo a estar cansado de perseguirles. Prefiero que me los pongan en el plato –musitó Samuel con melancolía.
–Si tienes hambre yo he traído un aperitivo. Intuía que la espera iba a ser larga.
El que habló fue Marcos, un buen amigo de Samuel desde hacía años. De hecho era su mejor amigo. Habían muerto juntos en un accidente de moto. Ambos salieron despedidos de la Ducati de Samuel para empotrarse contra uno de los guardaraíles de la carretera. Murieron en el acto por diversos traumatismos. Desde aquel entonces, cuando se volvieron a levantar del suelo sin comprender lo que pasaba, no se habían separado.
–¿Qué es? –preguntó Susana.
Marcos, sacó de uno de los bolsillos interiores de su americana un intestino enrollado cubierto de pelusas y suciedad. Cientos de insectos trabajan en los pliegues de las entrañas, atareados en transportar pedazos microscópicos de carne.
–¿Pretendes qué me coma eso? –dijo ella entre divertida y asqueada.
–Como si no hubieras comido cosas peores... –dijo él arrancando un trozo de tripas con los dientes.
La fila de muertos vivientes avanzaba a paso lento por la calle. Cada pocos minutos, una furgoneta oxidada, paraba en la puerta del restaurante para dejar mercancía. Hombres, mujeres, ancianos y niños eran transportados metidos en grandes sacos desde el vehículo hasta las cocinas del restaurante, entre gritos, sollozos y lamentos.
–No sé porque se quejan tanto –espetó Samuel mientras se arrancaba un jirón enorme de piel de su brazo derecho–. ¿Quieres?
Susana se comió lentamente el trozo de carne podrida que le tendió su novio.
–Supongo que aún no han asimilado su condición. En el fondo les comprendo –dijo ella.
–Yo también les entiendo... –Samuel miraba como transportaban a otro grupo al interior del local–. ...pero me encantan.
Los tres rompieron en una sonora carcajada. A él le dio tal ataque de tos que apunto estuvo de partirse por la mitad. Una vez recuperada la compostura, se recolocó la chaqueta y la corbata, que ya estaban repletas de sangre y pus debido al continuo goteo de su boca.
Avanzaron unos metros más en silencio. Se encontraban ya debajo del grandioso cartel de neón que coronaba la puerta del Blood Meet. El portero, un hombre de color de al menos dos metros, miraba sin pausa el libro de reservas que se encontraba depositado en un pequeño atril. Algunos entraban, otros, los que pretendían colarse sin reserva, eran echados de la fila a golpes y empujones.
Una pequeña reyerta tenía lugar justo por delante de ellos. Dos hombres unidos por el costado y en un visible estado de putrefacción, discutían con el gorila de la puerta.
Marcos se puso de puntillas para ver que sucedía.
–Vaya –dijo realmente intrigado–. Es la primera vez que veo siameses.
Susana le miró sonriendo.
–Quiero decir... había visto fotos, y por la televisión... cuando había televisión, ya sabéis. Pero nunca tan cerca. Es fascinante...
Los hombres se fueron dedicando al portero toda clase de improperios. Sus dos cabezas, le insultaban ferozmente bajo la atónita mirada de los demás zombis, que guardaban fila pacíficamente mirando el espectáculo.
Llegó su turno.
–¿Tienen reserva señores? –preguntó el portero mirándoles con su único ojo.
Le faltaba media cara, que supuraba ríos espesos de pus coagulado por su cuello y camisa. El agujero donde tendría que haber estado el otro ojo, era una hendidura infecta repleta de gusanos.
–Sí, Samuel Hernández. Para tres.
Hizo el gesto con los dedos. Uno de ellos, el índice, dejaba asomar el hueso por la punta.
–Perfecto, gracias, pueden pasar –dijo el negro zombi haciéndoles un gesto hacia dentro.
Cuando entraron, se quedaron con la boca abierta durante unos segundos. El local era grandioso. Decenas de mesas se extendían por los cientos de metros cuadrados de extensión del restaurante.
Era de forma rectangular. Tres de las paredes se hallaban recubiertas de jaulas con humanos dentro. Samuel miraba a toda aquella gente gritando dentro de sus cárceles. Estaban sucios, algunos muy delgados y desaliñados. Otros, por el contrario, presentaban muy buen aspecto, rollizos y con buen color. Supuso que eran los que acababan de ver entrar en sacos cuando esperaban su turno en la cola. Un rápido calculo le hizo creer que al menos habría trescientas personas allí encerradas.
Miraban horrorizados a los comensales, chillando, llorando, amenazándoles con todo tipo de insultos e improperios. Se arrojaban sobre los barrotes con el objeto de abrir las puertas a base de golpes, pero todo su esfuerzo era en vano. También vio como algunos yacían quietos en el suelo de las jaulas. Quizás resignados a ser entrante o postre, o muertos ya de inanición o por asfixia.
La otra pared del restaurante, la que no estaba cubierta de celdas, dejaba a la vista la cocina. Una enorme cristalera daba fe de cómo los esmerados cocineros preparaban los platos. En ese momento, dos zombis vestidos de blanco con sendos sombreros, despedazaban a un gordo entre gritos de agonía. Uno de los chefs, le arrancó los brazos tras un par de golpes con un afilado cuchillo de carnicero. El otro, un muerto bastante morado e hinchado, despellejaba lentamente las piernas del infeliz, para posteriormente, depositar las tiras de piel en un plato que ya tenia una base de lenguas.
El zombi abotargado cogió el plato con una de sus pútridas manos, y miró una comanda que colgaba de una viga de madera.
–¡Marchando la de piel con lenguas! –gritó para hacerse oír por encima del barullo reinante.
Un camarero fue hasta él para recoger el plato. Lo llevó veloz hasta una de las mesas, donde un solitario muerto comenzó a degustar el plato con sumo placer.
–Me encanta este sitio –dijo Marcos mirando el ir y venir de camareros por entre las mesas.
Otro camarero les abordó.
–Buenas noches señores. ¿Están atendidos? –dijo amablemente.
–No, aún no –dijo Susana mostrando los dientes–. Tres. Tenemos reservada la mesa “especial” –apuntó resaltando la palabra.
–¿La especial? –el camarero abrió mucho los ojos que ya se asemejaban a dos pasas por el efecto de la putrefacción–. Eso si que es suerte amigos. Deben tener contactos importantes.
Samuel vio como su novia le miraba con adulación, a lo que él respondió con su mejor sonrisa y guiñándole un ojo.
El camarero les hizo un gesto para que le siguieran. Fueron esquivando sillas y mesas hasta la suya. Esta se encontraba en un rincón al fondo del restaurante. Un impoluto y blanco mantel la cubría hasta el suelo, tapando unos finos y duros barrotes que salían desde la superficie de madera hasta el entarimado, formando así una pequeña celda-mesa. Un agujero se situaba justo en el centro.
–Enseguida les traigo la carta. ¿Quién beber algo mientras tanto?
–Una jarra grande de jugo cerebral. Con mucho hielo –pidió Marcos.
El camarero se fue raudo por entre las mesas esquivando a otro que se disponía a servir una ensalada de pezones en la mesa de al lado. Volvió a los pocos segundos con tres cartas que distribuyó entre ellos.
–Cuando sepan que quieren háganme una seña. Supongo que si han pedido esta mesa es porque quieren el plato especial de la casa –dijo el muerto sacando una libreta llena de sangre de uno de sus bolsillos.
–Por supuesto –contestó Samuel–. Lo comeremos de segundo. Vamos a mirar los entrantes.
Los tres se miraron y abrieron las cartas acompasados. Miraban el exquisito menú con adoración. Platos que jamás se habían imaginado se sucedían uno tras otro en una orgía de placer que nunca habían visto.
–¡Eh! Mirad este –exclamó Susana entusiasmada–. Revuelto de lóbulos y campanillas... Creo que lo voy a pedir. No recuerdo la última vez que comí lóbulos, y desde luego no fue sentada en una mesa con un mantel reluciente.
Samuel se rió por el comentario de su novia. Se acercó lentamente y le dio un beso en los labios. Un hilo de sangre coagulada quedó colgado de su labio inferior. Ambos rieron ante la mirada de Marcos, que alternaba su vista entre ellos y la carta.
–Precioso... –dijo simulando un aburrimiento atroz–. Yo pediré los ojos en salsa de bilis.
Cerró la carta con desdén y la dejó en un lateral de la mesa, encima de la de Susana, que ya había soltado la suya tras decidir su plato.
–¿Y tú Sam? ¿Ya sabes qué quieres? –dijo ella interrogándole con la mirada.
Él pasó atrás y adelante una de las hojas hasta que señaló la primera línea de una de las páginas.
–Sí. Creo que me voy a animar con los pulmones en base de párpados.
Se deshizo de la carta justo cuando el camarero se aproximaba con la jarra de jugo cerebral. La depositó en la mesa con cuidado y tomó nota de los platos. Se fue tan rápido como había llegado.
Samuel llenó los vasos de Susana y Marcos, para posteriormente hacer lo propio con el suyo. Marcos lo levantó en el aire.
–Esto si que es comer amigos, se acabó el andar corriendo por las calles detrás de esos apestosos –dijo señalando una de las jaulas repletas de gente.
–No creo que podamos permitirnos esto todos los días –replicó Susana después de dar un gran trago a su jugo–. El correr por las calles no ha acabado.
–Es cierto –apuntó Samuel–. Además... ¿Cuántos crees que quedan? Llevamos años alimentándonos de ellos, pronto se acabaran...
Un aire de tristeza ensombreció su pútrida cara.
–No nos pongamos sentimentales hoy ¿vale? –dijo Marcos–. Quizás esta cena sea el principio de algo bueno.
Los tres sonrieron y levantaron sus copas al aire.
–Brindo por eso amigo.
Samuel chocó la copa con él y con su novia. Todos bebieron ansiosos hasta dejar los vasos vacíos.
El camarero llegó en ese instante con los primeros platos. Dejó los pulmones delante de Samuel, y el revuelto y los ojos en sus respectivos sitios en la mesa.
–Salud –dijo alejándose de nuevo.
Marcos no tardó en lanzarse a por los ojos. Hundió su cabeza en el plato sorbiendo la salsa ayudándose de las manos para engullir todos los globos oculares uno a uno. Un ansia enfermiza se apoderó de él mientras devoraba la comida.
Susana y Samuel no se quedaron atrás. Se abalanzaron sobre sus platos como animales salvajes. Los fluidos, la sangre, y los restos de piel y carne, resbalaban por sus infectos dientes y labios salpicando la totalidad de la mesa y a los comensales cercanos. A nadie le importaba, pues ellos mismos también eran salpicados por el resto de zombis.
El contenido de los platos desapareció en unos minutos. Ninguno habló durante el festín, solo devoraron, trituraron, y tragaron sus raciones como bestias inmundas. Levantaron la cara y se miraron fijamente.
–Hacía tiempo que no comía algo tan sabroso –dijo Samuel tras hurgarse con el dedo entre dos dientes podridos.
–Sublime –susurró Susana extasiada por la comida.
Embriagados como estaban por la excelencia de lo que acaban de comer, se vieron interrumpidos por unos desgarradores gritos provenientes de la cocina. Dos zombis agarraban a un hombre fuertemente, mientras otro le ataba las manos a la espalda y aseguraba sus tobillos con una brida metálica. Cuando lo tuvieron asegurado, le arrastraron por entre las mesas mediante una soga al cuello que uno de ellos ató con dureza.
–Creo que viene nuestro especial de la casa–dijo Samuel con sorna.
–Oh si, ya lo creo. Y tiene buen aspecto, no como esos enclenques enjaulados de las paredes –puntualizó Marcos mirando de nuevo a los presos.
Los putrefactos camareros llegaron hasta ellos. El hombre se retorcía en suelo mientras aullaba a pleno pulmón. Pataleaba y hacia aspavientos con las manos en todas direcciones. Tres trabajadores más tuvieron que acercarse hasta la mesa para ayudarles a meterle dentro. Una vez lo hubieron reducido fue bastante más fácil.
Uno de ellos, sacó de su bolsillo una llave que usó para abrir una pequeña puerta en los bajos de la mesa. Introdujeron al hombre, en posición fetal, y aseguraron con grilletes sus brazos y sus piernas a los barrotes. Después, uno de ellos, metió la mano por la abertura central de la mesa hasta agarrar su cabeza. Le izó tirando fuertemente de la cabellera, hasta que el cuello quedó a ras de la mesa. Sin darle tiempo a reaccionar, le colocaron una suerte de collarín de hierro, inmovilizando así la cabeza al agujero, y manteniendo el cuerpo debajo.
El hombre había parado de gritar, pero ahora, desde su posición y viendo las caras de los tres monstruos que tenia alrededor, comenzó a llorar como un niño al que le hubieran quitado la teta de la boca.
–Espero que sea de su gusto –dijo sofocado el camarero.
Susana miraba la cabeza del hombre con apetito asesino. Esta, completamente rapada, dejaba entrever varias venas de color azulado por toda su superficie.
–Lo es, muchas gracias –contestó reprimiendo las ansias por clavarle los dientes en el cráneo.
–¿Desean herramientas para partirlo? ¿Martillos? ¿Sierras?
Marcos y Samuel se miraron con gesto divertido mientras se colocaban la servilleta en el cuello de la camisa.
–No gracias, creo que usaremos los dientes directamente –resopló el segundo impaciente por empezar.
–Buen provecho –dijo el camarero retirándose.
El hombre les miró aterrado. El collarín del cuello le dejaba muy poco margen de maniobra, pero contorsionándose al máximo, era capaz de ver a los tres comensales.
–No lo hagan por favor –suplicó–. No me coman, yo no he hecho nada... ¡no he hecho nada! No merezco esto... no lo merezco.
Comenzó a llorar de nuevo haciendo que un rió de lágrimas resbalara por su rostro.
–¿Cómo que no lo mereces? –saltó Samuel escupiéndole en mitad de la cara.
El escupitajo, un mejunje de saliva, pus, y sangre, impactó en la frente del infeliz.
–¿A cuantos de nosotros mataste cuando empezó esto? ¡A cuantos! No tenemos la culpa de que se hayan vuelto las tornas.
El hombre dejó de llorar unos instantes y miró a los ojos de Samuel. Quiso ver algo de humanidad en aquella amorfa y sanguinolenta aberración, pero no encontró nada de eso. Sus ojos no tenían vida, eran inertes, como dos piedras blancas demasiado gastadas por la erosión.
–Yo... yo... –balbuceó–. No sé a cuantos maté... Era distinto por dios, era una epidemia, estábamos asustados. Los contagios se contaban por miles, atacaban a la población. ¿Qué íbamos a hacer?
–No sé para que hablas con él –interrumpió Susana–. Sabes lo que son y lo que han hecho con nosotros. Nos aniquilaron por millones al principio, sin contemplaciones. Incluso a los niños. Son ratas.
El preso giró la cabeza todo lo que pudo para mirarla de reojo.
–No teníamos otra opción, esto... sois.... ¡es antinatural! Es una...
Pero no le dio tiempo a decir más. Marcos se abalanzó sobre su lisa y blanca cabeza, y le hincó los dientes en el cráneo. La dentellada fue sublime. Arrancó carne y hueso hasta dejar a la vista el cerebro del reo.
Susana se le unió de inmediato. Sus mordiscos sonaban similares a un constante machacar de nueces. A cada bocado, un agujero aparecía en la cabeza del ya muerto humano. Samuel, que por un momento pareció recapacitar por lo que el hombre estaba diciendo, no pudo contenerse ante la visión de los sesos al descubierto. Estiró la mano, y agarró un pedazo de materia gris que se llevó a la boca después de restregarse la totalidad de la cara con la pegajosa masa.
Entre los tres acabaron con la cabeza en unos minutos. No quedó nada, solo pequeños fragmentos de hueso, los dientes y las mandíbulas. Cuando hubieron separado por completo la cabeza del cuerpo comenzaron a hurgar en el inmenso agujero del cuello. Extrajeron la traquea, músculos y tendones, hasta que el sólido collarín de hierro no les dejó seguir escarbando.
Marcos soltó un atronador eructo, al tiempo que se daba pequeños golpes con el puño en el pecho.
–Esto ha sido colosal –dijo abrumado–. Un cerebro excelente.
–Y tanto –comentó Susana, que aún tenia restos de sesos por la cara, el pelo y las manos.
–Definitivamente... creo que tendremos que repetir –soltó en una fuerte risotada Samuel.
Sus amigos se le unieron, y los tres compartieron una espléndida sobremesa, hablando de tiempos peores cuando aún estaban vivos, y lo tremendamente felices que eran ahora estando muertos.
Disfrutaron de exquisitos postres: soufflé de hígado para Susana, sorbete de jugos gástricos para Samuel, y una exquisita tarta para Marcos, que repitió pidiendo sesos con virutas de uñas.
Pagaron la cuenta, y se marcharon del Blood Meet, no sin antes firmar en el libro de visitas que había en la entrada.
De camino a casa aún tomaron algo más, pero de mala manera y a la carrera, como tenían por costumbre, nada equiparable a los manjares que acababan de degustar en aquel palacio de la comida.
Se despidieron y quedaron para otro día, esta vez para ir a un buffet que acaba de abrir cerca de donde vivía Marcos, pero eso sería otro día.

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